El hombre que castigaba a los toros

Veraniega y extraña tarde de miércoles en la localidad navarra de Tafalla. Recortes, saltos y quiebros. Toro burlado, ansias por el llevarse el trofeo.

18.45 de la tarde, la escena se paraliza. La atmósfera seca, amarillenta, caliente, terrosa, olor de venado, el aire quema, falta oxígeno. Silencio presionado en segundos, salpiqueo de pezuñas desorientadas sobre la tierra batida del ruedo. Eco de un mugido, auxilio que no llegará. Quesero salta al tendido.

Un segundo, quizás dos. Revolución allí abajo, allí arriba. El ruedo empolvado y revuelto, el astado nervioso, presa, y acto animal de supervivencia: saltar a la gradería.

Miedo en el cuerpo, gritos reverberados en otros, cuerpos presos de escape, estruendo, crujir de maderos, olor fuerte de bovino desencajado, tempestad enfebrecida.
Embestidas, saltos, pisadas, empujes, agarres. Apresados en un minúsculo espacio, quince agónicos minutos y él solo quiere encontrar con sus astas una salida. Sin salida.

Desenlace. Cuarenta heridos, escenario denso, empolvado. Sálvese quien pueda. No hay tiempo para llorar desesperación.

Gritos internos de ira y venganza de aquellos que están fuera de peligro.

-¡Tu castigo te daremos, llorarás rojo por tu boca!.

Ellos son los que lo inmovilizan con cuerdas gruesas cómplices de unos matones. Lo apuntillan con gran alevosía. Los dardos tranquilizantes no se lanzan. Todo es un sin sentido, desde el fundamento de dicha fiesta hasta el fin, o fin de vida. El toro ahora de luto, sus ojos grandes anuncian muerte. Vacio. Un último lamento ensordecedor del animal. Ya izado el reguero pinta de rojo su negrura, niños ven la escena. Fin de fiestas.

Concurren los días y los heridos se van recuperando.

El animal tuvo su castigo y porque los animales “no son nada”, no hubo enterramiento y si un mensaje:” los que respetamos la vida abrirán las compuertas en tu nombre.

Ya, en medio de un aire libre y verde se oye: yo solo quería salir.

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